Un hombre

Inmerso en la enormidad de la salina, un hombre caminaba. Y caminaba. Y caminaba…

Qué bueno… -pensó- qué bueno sería que un día encontrase a alguien como yo en este desierto blanco…
Miró hacia el horizonte… a su izquierda, a su derecha… y adelante otra vez. Sólo el espejo resplandeciente, sin mácula alguna.
Su perro jadeó, y el burro viejo que iba unos pasos atrás tropezó con la planicie.

Mal señal, -se dijo a sí mismo- su mano debe estar doliéndole… recordó que semanas atrás, en su caminata habitual en busca de leña, había golpeádose malamente con una piedra traicionera.

Su camino del día recorría unos 10 kilómetros internándose en la capa blanca para llegar hasta donde se cortaban los bloques de sal, que luego llevaría para vender por centavos en el pueblo más cercano.

Su mente estaba en blanco, reflejando el color que se veía por doquier.

Era feliz. ¿Era feliz?. Quizá, si feliz puede ser quien todos los días hace lo mismo sin encontrar dificultad alguna, sin cambios sustanciales en la rutina, sin compañía más que su perro y su asno. Rutina sólo hendida por la búsqueda de comida, leña y alguna charla sin interés con algún cliente en el pueblo.

Así es, -se aseveró a sí mismo- soy feliz.

Y nuevamente puso su mente en el vacío, y siguió caminando, un pie siguiendo al otro con aburrimiento, feliz de no encontrar siquiera un mínimo obstáculo para tropezar.

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