El cielo brilla, limpísimo, de azul. Envuelve el astro máximo y ofrece su calma ancestral a quien desee admirarlo. Perfección profunda, inmensa, infinita, inmaculada.
Pasa una golondrina. Solitaria, perfecta, pequeña, planeando gozosa en ese mar de placer. Se escuchan risas de niños en cada rincón de la plaza. La tarde cae, las aves cantan sus últimos himnos antes del corto descanso. ¡Qué dulces trinos del cabecita negra! ¡Qué terribles discusiones de gorriones! ¡Qué placer oír una calandria!.
Un grupo de adolescentes persigue una pelota. Disfrutan el fútbol como si fuera su último partido, como si un campeonato estuviera en juego. No les importan los pinos, ni el algarrobo, ni los cantos. Sólo existe para ellos la felicidad del balón y el gol a unos segundos de distancia.
Los cipreses y los eucaliptus perfuman el aire. Más allá, una rosa china comienza a florecer, tímidamente, entre un pino y el mástil que ofrece una raída y querida bandera.
Una pareja de horneros atiende su hogar. Los rayos del atardecer entibian su entrada. Cantan, alegres, felices, despreocupados, por la absoluta certeza de la vida que mañana continuará.
Se puede ver una pareja, una madre, un grupo de amigos jaraneando en cada banco, detrás de cada arbusto o árbol.
Parejas jóvenes, ilusionadas y gozosas. Parejas de edad, calmas y felices. Parejas con hijos, esperanzadas y alertas.
Mi esposa se recuesta sobre mí. Me observa, muy cerca, y dice: «Te amo».
Tal es mi plaza un sábado de primavera.