Noviembre de primavera en Mendoza. ¿Cómo explicar con inermes palabras los verdes, los colores, las aves cantando por doquier, disfrutando los primeros calores anunciando el verano ya próximo?. «Mendoza está hermosa», me habían dicho.
La última vez que estuve en Mendoza fue en un viaje de verano, en la época de la vendimia, con mis padres. Seguramente tendría cinco o seis años. Aún recuerdo la belleza de esos álamos, de esos viñedos, de esos frutales. De las rutas corriendo por un túnel de árboles. Aún recuerdo el Atuel, el Tunuyán, el Diamante… esos ríos de aguas frescas nacidos en las cumbres de los Andes y que me habían acompañado como un sueño en mis recuerdos de infancia.
Pero admito que nuevamente quedé maravillado, embelesado con esos paisajes. Con las montañas como fondo perfecto de los viñedos. De las fincas que por doquier producen algunos de los mejores vinos del mundo.
La ciudad capital, homónima, turística, me dejó un sabor a ser extranjero en mi propio país. Calles limpias, ordenadas, de pujante actividad comercial y turística. Bellísimas plazas de fuentes danzantes, y paseos, y parques. Los jacarandaes florecidos cubriendo de terciopelo violáceo su sombra. Poéticas visiones de ensueño por donde uno desee fijar la vista.
Si uno viaja en auto verá en la ruta, cada tantos kilómetros, carteles que informan teléfonos útiles. Existe una buena señalización en general, y un puesto de información turística o Gendarmería pueden informar, prácticamente en cualquier localidad, del estado de rutas y caminos.
La sequía que afecta desde hace un tiempo la zona de Cuyo no me permitió disfrutar nuevamente de esos ríos de ensueño infantil que cruzamos varias veces. Pero el río Mendoza, camino a Uspallata me mostró la velocidad de su corriente.
Jalonadas a sus orillas, se pueden encontrar varias empresas que se dedican a llevar a los turistas en supuestas riesgosas aventuras de rafting por sus aguas. Pero lo que verdaderamente quita el aliento es escuchar en el silencio de un atardecer, con los últimos rayos de sol coloreando la punta de los cerros, el fluir rápido entre las piedras de esas aguas heladas bajando de las montañas.